Fernando Valladares: “Nuestra civilización tiene que parar y pensar” - Ahora
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Fernando Valladares no tiene pelos en la lengua. Habla con convicción y firmeza sobre el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad o el estado de los océanos. Como Doctor en Biología e investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (en el grupo de Ecología y Cambio Global) sabe bastante sobre todos estos fenómenos, y lejos de mostrar una actitud pesimista frente a su devenir, apuesta por lo contrario: un optimismo contagioso. Para ello, eso sí, debemos pararnos y pensar, un mensaje que también recoge en su libro ‘La recivilización: desafíos, zancadillas y motivaciones para arreglar el mundo’. Medalla de Oro de Cruz Roja por su labor divulgativa y su compromiso con la humanidad, Valladares insiste en que todavía estamos a tiempo y nos ofrece algunas claves para redefinir la relación que tenemos con nuestro entorno.
¿Cuáles son los grandes desafíos medioambientales de nuestro tiempo?
Las manifestaciones ambientales más apremiantes son el cambio climático, la contaminación, la pérdida de biodiversidad… dependiendo del momento o las circunstancias llama más la atención una cosa u otra. El cambio climático es lo más transversal, pero las crisis de biodiversidad facilitan las pandemias, generan problemas tremendos que muchas veces no vemos venir o incluso no creemos que estén relacionados… Eso por no mencionar las tantas y tan intensas formas de contaminación que hay, como la contaminación atmosférica, que mata a 9 millones de personas cada año, mucho más que la pandemia en dos años y medio. O la contaminación por nitrógeno, que provoca que un tercio del agua del subsuelo esté contaminada por nitratos de la agricultura y ganadería industrial. O los plásticos, que todo el mundo está muy alerta. Están en todas partes.
Todas estas manifestaciones nos hablan de una tremenda insostenibilidad. Y ese es el fondo de la cuestión. Indudablemente hay que poner tiritas a las emergencias, pero al final de todo se encuentra nuestro modelo de civilización. La civilización tiene mucho que ver con aspectos sociales y humanos, con cómo nos relacionamos con lo que nos rodea: con la naturaleza, pero también con las personas. Nuestra relación tóxica, productivista e irreflexiva acaba provocando estas manifestaciones en un medio ambiente deteriorado, pero también tiene que ver con conflictos bélicos, con los trastornos de salud mental o física… son las manifestaciones de una civilización que tiene que parar y pensar.
Lo inteligente sería que nos anticipáramos a algunos de estos graves problemas y de la mano de la ciencia, la tecnología y el conocimiento, viéramos cuáles son las alternativas más viables y qué es lo que está a nuestro alcance. Hay momentos en que parece que soltamos un poco el pie en el acelerador, pero lo que es parar del todo… no terminamos de parar. Y, si no paramos, las leyes físicas, químicas y biológicas se impondrán.
Suena a broma, pero después de la gran sequía histórica de Cataluña, una empresa de cava tuvo que reducir la jornada laboral de sus trabajadores porque no había agua para hacer cava. A veces lo digo: “No hay agua para tanto cava”; una expresión casi humorística. Tú puedes tener grandes ilusiones económicas, pensar que todo va a ir estupendo… pero hay limitaciones físicas, químicas, biológicas. Si no las quieres ver de antemano se acabarán imponiendo: es la gran tragedia del ser humano. Sabiéndolo, pudiendo anticiparnos, podemos evitar sufrimientos, bastantes de las catástrofes. No todo es evitable, es cierto, pero se pueden disminuir muchos problemas. Sin embargo, no lo pensamos y hacemos las cosas como siempre las hemos hecho.
Cuando hablamos de cambio climático y ese punto de “no retorno” se compara con conducir un coche a toda velocidad. Expertos y expertas evidencian que, aunque ahora mismo frenáramos, el coche impactaría igualmente. Lo que cambiaría sería la intensidad y la dureza del golpe. ¿Aún estamos a tiempo de parar lo que se nos viene?
La metáfora del coche es bastante realista, pero también tenemos que valorar la pregunta de si estamos a tiempo, ya que depende: ¿Ese coche puede evitarlo todo? No. ¿Puede evitar salirse completamente de la carretera? Sí. Puede derrapar, incluso volcar, le pueden pasar varias cosas… pero no es lo mismo ir a 180 km/h que a 90 km/h. Claro que estamos a tiempo de reducir, de minimizar ese colapso, ese choque, esos problemas, que serían la forma metafórica de ver las olas de calor, la contaminación, incluso las tensiones geopolíticas. Todo es un síndrome, todo está conectado: el cambio climático es lo que magnifica mucho de los problemas, pero estos los hemos generado nosotros desde hace muchas décadas, sin ser conscientes ni hacerlo a propósito.
Siempre se está a tiempo de parar algo, aunque sea para que la crisis o el problema sea menos fuerte. Evitarlo por completo va a ser difícil, no digo que no sea posible, pero es poco probable. También es poco probable que tengamos un colapso súbito global pasado mañana. Dentro de la situación de preocupación, tenemos la posibilidad de movernos hacia escenarios un poco mejores. Es en lo que yo trabajo, en lo que me preocupo: en cómo podemos unir conocimientos y voluntades sociales, políticas, etc. para dirigirnos hacia escenarios menos malos. Poder se puede, estamos a tiempo, pero cada día que pasa es una opción perdida.
Aun así, quiero verlo de forma positiva: hay mucho que ganar. Yo no soy de hablar de términos económicos, no me gusta monitorizar las cosas, pero, por ejemplo, está demostrado que invertir, mitigar o adaptarse al cambio climático ahora es mucho más barato y rentable que hacerlo mañana, pasado, o el año que viene. El retraso sale carísimo. Vale la pena hacer un esfuerzo, algo que en términos políticos se traduce en valentía, y en que la propia ciudadanía encaje medidas un poco más drásticas; está muy bien reciclar e ir al trabajo en bicicleta… pero también tenemos que estar dispuestos a considerar otras medidas de mayor esfuerzo que merecen la pena con creces. El esfuerzo que hagamos ahora valdrá por 10. Si este esfuerzo lo tenemos que hacer mañana o el año que viene, para conseguir lo mismo requeriría un esfuerzo 10 veces mayor. Es la narrativa, de cierta positividad, que intento transmitir.
Las ciudades sufren las inclemencias de las olas de calor. Acciones aparentemente tan sencillas como impulsar espacios con árboles podrían ayudarnos a reducir las temperaturas, ¿qué otras medidas se podrían implementar?
Muchas de las medidas tienen que ver con apoyarse en la gente y en la naturaleza: dos cosas con las que no contamos nunca. Invertimos en tecnología con la idea de que dará dinero, pero el dinero no se come, y la tecnología no es suficiente. No lo descarto completamente, pero creo que hay que cambiar las prioridades.
Por eso digo que hay que invertir y apoyar a la gente en que haga cosas: en empoderar a la gente. Transferir la capacidad de acción a las personas, a las comunidades energéticas, a las comunidades sostenibles; apostar por la agricultura regenerativa… La gente está en disposición de hacer mucho más de lo que pensamos, pero hay que delegar y apoyarse en ella. La naturaleza, por otro lado, te devuelve cualquier inversión de tiempo, de dinero o de esfuerzo multiplicado por 100 o por 1.000.
¿Combinaciones de gente y naturaleza? Por ejemplo, el movimiento depave, es decir, “despavimentar” en inglés. Hay comunidades que llevan más de una década haciendo esto: despavimentar. Parece algo utópico e idílico, pero está salvando la vida de las personas. En ciudades como Portland o Detroit hay personas voluntarias que lo están haciendo con ayuda de técnicos, con los permisos necesarios. No es una acción revolucionaria, que estén destrozando carreteras o algo así, sino que están eligiendo sitios, como un aparcamiento o una calle.
Y eso tiene beneficios sociales: la gente forma parte de la solución. Las olas de calor se llevan mejor con un suelo que no es de cemento. En Portland han tenido problemas de inundaciones con las lluvias súbitas; pues cuando no hay baldosas, el suelo infiltra y ya no hay inundaciones. La ciudad también transpira. Árboles, vegetación y agua forman parte de un ciclo virtuoso. Iniciativas así son maravillosas.
Los árboles en las ciudades son muy valiosos. Lo que no tiene sentido es talar un árbol que tiene 60 años en una ciudad porque esos 60 años se pierden. Y en el clima en el que estamos es difícil volver a tener otro árbol. Lo plantas, y en 5 años o 10 es fácil que se muera; hasta que dé sombra y funcione tienes que esperar 60 años. Es un tesoro: no puedes tratarlo como si fuera una farola, y quitarlo si tienes previstas obras de metro. Poner árboles no está mal, pero en una ciudad, sobre todo, no hay que quitar los que hay. Y la gente lo sabe; la gente que ha visto la sombra que da un árbol, que ha paseado a sus hijos con el carrito por ahí. Gente sensata y calmada que sabe que los árboles vienen bien.
Y no es un tema ideológico o espiritual: es algo que la ciencia puede avalar. Lo que pasa es que entra en conflicto con esa manera de sacarle dinero a todo, de hacer un negocio rápido: asfaltar todo, poner chiringuitos, hacer turismo… Las ciudades se gentrifican, se convierten en inhumanas, y años después te ves queriendo dar marcha atrás en unos procesos que costaron muchísimo dinero. A veces me pregunto cuánto le queda a este turismo loco. Lo que decíamos antes de que “no hay agua para tanto cava”. No se va a poder mantener. Y hablo de turismo ahora, en verano, pero también podríamos hablar de otras actividades económicas.
Uno de los temores es que no va a haber empleo: claro que va a haber empleo, de otro tipo. Pero hay que trabajarlo ahora. Desescalar el turismo no significa paro ni mucho menos. Hay que pensar en trabajos sostenibles y alternativos, de cuidado de personas y naturaleza, que en el fondo es lo mismo y requiere de mucho más trabajo. Ya no es cuestión de justicia y de democracia: estamos contra los límites planetarios. El precio que estamos pagando por una economía tan disparada es un precio en bienestar, en salud e incluso en vidas humanas. Esto es una locura muy difícil de justificar. Tenemos que abrir los ojos.
¿Cómo hacemos para que haya un mayor compromiso por parte de la sociedad?
“Dónde voy yo yendo al trabajo en bicicleta si China no se detiene con las emisiones, y esto no hay quien lo pare…”. Estos pensamientos te llevan al desánimo. Por eso creo que hay que encontrar una motivación: la motivación de sentirte parte de un cambio histórico profundo en la manera de relacionarte con las demás personas. Y eso no deja de ser un espejo de cómo te relacionas con la naturaleza, con el agua, con los animales…
Para, piensa un poco y disfruta. A veces se nos olvida disfrutar en el sentido pleno y no hablo de la dopamina instantánea, ni de ningún subidón, sino de darle sentido a las cosas. Eso que nos da eje: estabilidad emocional. Tenemos que encontrar un centro de gravedad emocional y social que tenga sentido y nos dé estabilidad a todo lo que hagamos, desde el momento en que preparamos un desayuno o trabajamos duramente en un proyecto durante muchos meses; que todo eso forme parte de un cambio que, sí, es cierto, va a tener sacrificios. Pero el sacrificio se lleva bien cuando entiendes el fin: que esto va dirigido a otra cosa.
Trabajemos por entender que íbamos muy deprisa, en un camino sin salida. Vale la pena dar marcha e ir más despacio hacia otras cosas que también tienen sus incertidumbres, pero están respaldadas por la ciencia, la prospección, la sensatez. Las comunidades energéticas, la agricultura regenerativa, como mencionaba antes. Un calabacín ecológico va a ser más caro. Tendrá sus pegas, costará sacarlo. Pero no estás dejando el suelo estéril para llenarlo al año siguiente de nitratos artificiales que se van a ir al agua. Esta idea de que vamos a contribuir a hacer lo más lógico; de que vamos a propiciar que las personas sean personas, porque ahora nos hemos despersonalizado. El ser humano trabaja intensamente por un mundo que no le permite ser humano; y eso es paradójico y horrible.
¿Cómo se relacionan la pérdida de biodiversidad y la aparición de pandemias?
La biodiversidad, en general, está sufriendo mucho. Lo que pasa es que las consecuencias de perder especies o riqueza biológica tardan en verse. O no es tan directa la pérdida. La pandemia nos sirve de ejemplo. Una naturaleza rica en especies, entre otras cosas, actúa de filtro y de amortiguación a los saltos zoonóticos, saltos de agentes infecciosos entre una especie y otra. Cuando faltan especies, cuando se simplifican los ecosistemas, el ser humano está más expuesto directamente a bacterias y virus que, en un momento determinado, de pronto, pueden ser compatibles con nuestra fisiología. Y ya la hemos fastidiado.
La biodiversidad reduce los riesgos que implican esos saltos, porque las bacterias o virus van a saltar entre otras especies, sí, pero es menos probable que lleguen a la especie humana. Si entre una zarigüeya, por ejemplo, y el ser humano hay otras especies, van saltando ahí, y puede que alguna persona tenga esa mala suerte de contagiarse, pero si no hay ni zarigüeya, saltan desde los ratones, las garrapatas, a las personas con mayor frecuencia.
Por ejemplo, es el caso de la enfermedad de Lyme. Cuando hay más diversidad de roedores, zarigüeyas u otros intermediarios, puedes salir más tranquilamente a pasear por el campo sin el riesgo alto de que puedas coger la enfermedad de Lyme, que es una enfermedad infecciosa causada por una bacteria, una zoonosis muy peligrosa para el ser humano. Y cuando hay riesgo alto de enfermedad de Lyme en la costa este de Estados Unidos la gente no sale a pasear porque es peligroso que te pique una garrapata que esté infectada. En España es un caso muy raro todavía, pero una protección sencilla contra eso es que haya ecosistemas ricos en especies.
Eso lo estamos viendo con el virus del Nilo Occidental. En Sevilla, en Andalucía, los brotes de este virus se están haciendo más frecuentes porque la diversidad de pájaros disminuye y no amortiguan, entre ellos, el paso de este virus. Entonces es cada vez más probable que un mosquito pille a un pájaro infectado y nos pique a nosotros y nos transmita la enfermedad. No somos el hospedador habitual de esa enfermedad, pero si nos pica nos puede generar una encefalitis, una enfermedad grave. Los casos son escasos, pero este verano, a finales de junio y principios de julio, hubo dos fallecimientos en Andalucía por esta enfermedad de la que antes no se había oído hablar.
El cambio climático amplifica más de la mitad de las enfermedades infecciosas. Y una de las maneras de amortiguar las enfermedades infecciosas que precisamente está amplificando el cambio climático es con la biodiversidad. Lo que pasa es que tardamos años en ver los efectos benéficos de estos ecosistemas ricos y diversos en la calidad del agua, del aire, y también en la reducción de riesgos de enfermedades infecciosas. Son procesos encadenados que van lentos, y por eso el ser humano y la sociedad contemporánea no ven el valor de la biodiversidad. Porque el resultado no es neto. Y pensamos: ¿y qué más da? Es verdad que no lo vas a notar mañana, pero cuando lo notes igual estás ya en un gran lío, que es lo que pasó en la pandemia. Nos habíamos olvidado de ese mecanismo, de ese filtro de la biodiversidad, y cuando falló, ya teníamos una enfermedad infecciosa grave que pronto escaló a nivel planetario. Ese es el gran drama con la biodiversidad.
Pero no solo veamos el riesgo o el peligro, para ese cóctel de motivación y de cambio tenemos que ver el lado positivo. La diversidad, los ecosistemas sanos y ricos en especies, nos hacen sentirnos bien. Hay estudios sobre cómo la naturaleza consigue esto; se empezó a ver hace 30 o 40 años con personas mayores con trastornos de senilidad, con alzhéimer; incluso en niños, niñas y jóvenes con problemas de autismo o trastornos mentales… No es milagroso, no lo cura, pero la exposición a la naturaleza en buen estado nos hace sentirnos mejor. Y no tienes que ser naturalista ni distinguir entre ruiseñores o urracas. La diversidad nos hace sentirnos bien. Tenemos razones para proteger la naturaleza.
¿Cuál es el estado de los océanos en este momento? ¿Los estamos tratando como realmente deberíamos?
Con los océanos tenemos una relación muy primitiva, y en buena medida porque, como somos una especie visual, no le damos importancia a lo que no vemos. Los océanos no se ven, no vivimos en el mar, no vemos la degradación marina… nuestra relación es cazador-recolector, pero con una tecnología destructiva tremenda. Destruimos los mares porque no vemos la destrucción que estamos generando. Cuando ves la degradación de un bosque, de un suelo, la desertificación en el sudeste de la península… al menos lo ves, pero en el mar no vemos nada. Así que nuestra relación es vandálica.
Por otro lado, los mares juegan un papel clave en la dinámica del planeta, en el clima, en los grandes ciclos de la materia y la energía, y en absorber el calor. Durante décadas lo han hecho, algo necesario para amortiguar el calentamiento, y ahora están un poco al límite. Por eso el calor de los mares es muy preocupante para científicos y científicas: se está viendo que no son capaces, como eran hace 20 o 30 años, de absorber ese excedente. Ya están muy calientes, y están acercándose a dinámicas que la ciencia considera peligrosas.
Se han aprobado recientemente algunas propuestas para conservar y gestionar mejor la zona de alta mar, que no queda en la jurisdicción de ningún país. Eso es esperanzador, pero tiene que ir acompañado de medidas prácticas, que no sean solo acuerdos sobre el papel. Necesitamos muchísimo los mares, no solo como fuente de comida, sino como fuente de regulación. Los procesos de regulación térmica son muy lentos, y todo lo que hagamos tardará muchísimo en notarse. A la sardina se la ha dado por extinta varias veces, y a poco que aflojamos, se recupera. Es un ejemplo positivo, pero no va a ser así indefinidamente.