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Sonia Torre: Hijos e hijas de emigrantes, una historia no contada
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HIJOS E HIJAS DE EMIGRANTES: UNA HISTORIA NO CONTADA
Sonia Torre Delgado
HIJOS E HIJAS DE EMIGRANTES: UNA HISTORIA NO CONTADA
La emigración fue, es y siempre será una historia de desgarros, de dolorosos adioses, de reencuentros que nunca llegan o lo hacen tarde y de familias que se separan. Cierto que para soportar la pena y sacar fuerzas para seguir, por encima de todo, sobrevolaba siempre la esperanza de otro futuro, que se sueña mucho mejor.

Humanidad

España emigró. Lo hizo durante varios siglos y a varios continentes: América, África, Europa o Australia. Millones de españoles iniciaron su éxodo en barco, tren, autobús o  avión. Lo hicieron solos o acompañados, fueron recibidos por una cara conocida al final del trayecto o por un megáfono extranjero. Viajaron con contratos laborales, con visados de turistas y también sin papeles, ilegales como repetimos ahora a los que llegan, olvidando que ningún ser humano puede serlo.

Fuese cual fuese la circunstancia, tanto en el siglo XIX como en el XX, había, al menos, tres puntos en común: el anhelo de una vida mejor para ellos y sus familias, el desgarro de la separación de los seres queridos y la  eterna esperanza, que nunca desapareció, de volver algún día. A pesar de sus importantes aportaciones al desarrollo económico del país, éste lleva tiempo empeñado en olvidarlos. Pasamos de ser una sociedad emigrante a una sociedad de acogida de inmigrantes aunque estemos empeñados en ocultar esta parte de nuestra historia. Dejando a un lado números y estadísticas, recordemos que la emigración fue, es y siempre será una historia de desgarros, de dolorosos adioses, de reencuentros que nunca llegan o lo hacen tarde y de familias que se separan. Cierto que para soportar la pena y sacar  fuerzas para seguir, por encima de todo, sobrevolaba siempre la esperanza de otro futuro, que se sueña mucho mejor. 

Entre maletas que se llenan y planes susurrados, estaban los damnificados más vulnerables: los niños y niñas que nada entienden de economía y futuro y sí mucho de presente, afectos y ausencias. Hay al menos cuatro tipos de hijo o hija de emigrante: los que se quedaron; los que volvieron solos; los que fueron reclamados más tarde y los que nacieron en el nuevo país. Estos últimos, además emigrantes de pleno derecho. 

Se puede mantener un sano equilibrio entre vivir integrado en un nuevo país y mantener las raíces propias

Los que se quedaron aquí, generalmente bajo la tutela de los abuelos, aunque también hubo muchos internos en colegios, se sintieron de repente huérfanos. Sus padres pronto pasaron a ser imágenes de fotografías en blanco y negro que sólo veían en verano, bajo la eterna promesa de volver a estar juntos muy pronto. La distancia entre unos y otros comenzó a hacerse grande, causando un intenso dolor en unos progenitores que trabajaban duro para ofrecer las oportunidades que ellos no tuvieron. En el caso de las mujeres, en aquellas décadas, fue especialmente traumático puesto que habían sido educadas para ser esposas y madres siempre presentes y el paso de los años incrementaba la pena. El vínculo, que en la mayoría de los casos se vio dañado para siempre, se deshacía y la educación y el contacto a miles de kilómetros se complicaba. Las llamadas eran caras conferencias que no podían hacerse a menudo y las cartas tardaban demasiado.

Muchos de esos hijos, aunque con el tiempo hayan comprendido las razones, aún guardan la amarga sensación de haber sido abandonados. Y sus madres han tenido que convivir con el peso de una culpa que, en realidad, nunca tuvieron. Los que emigraron con sus padres y regresaron antes, como avanzadilla de un retorno familiar inminente que nunca se produjo a tiempo, pocas veces comprendieron esa dura decisión. Tras haber sufrido el proceso de adaptación a un país nuevo, sin amigos, sin familia, con un idioma diferente y una escolarización no exenta de problemas, tuvieron que volver al punto de partida en lo que supuso una segunda y compleja emigración, esta vez alejados de sus padres. Pocos entendieron el por qué. Las consecuencias emocionales para estos menores aún fueron más duras porque se vieron obligados, en un plazo pequeño de tiempo, a habituarse a dos modos de vida muy diferentes entre sí. Fueron recibidos como extranjeros en el país de acogida y fueron, al volver, de nuevo extranjeros en el lugar de su infancia. Esta situación se vio agravada en los casos en los que había nacido un nuevo miembro que se quedaba al cuidado de los padres. Los que retornaron se sintieron entonces apartados y de segunda clase. Muchos nunca perdonaron esa decisión y las relaciones fraternales tampoco nunca fueron tales. 

La emigración nunca es un capricho, es una pura necesidad

Los que emigraron dejaron atrás los espacios seguros y afectivos que conocían. Cuando lo hicieron años después que sus padres, todos tuvieron que aprender de nuevo a convivir, quererse y reconocerse de nuevo como una familia. Uno de los grandes obstáculos en aquella emigración a Europa fue el idioma y la escolarización. De pronto, se les hizo sentir diferentes a los demás niños y en algunos casos se enfrentaron al racismo que buscaba excluirlos. Las madres, que mantuvieron el papel principal de educadoras además de añadir su nueva situación como trabajadoras por cuenta ajena, se enfrentaban al dilema de educar en los valores del nuevo país o de mantener firmemente las tradiciones del propio. Lo que era lo mismo que elegir entre su plena integración o en mantenerlos apartados y alejados de la sociedad en la que iban a crecer. Esto produjo enfrentamientos culturales entre las dos generaciones que, afortunadamente, con el tiempo se fueron resolviendo. Estos menores asumieron  ser españoles allí y franceses, alemanes, suizos o lo que fuera, aquí.  

Y esto tuvo sus consecuencias: la búsqueda incesante de la identidad propia, la sensación de no ser nunca de ningún lado, la necesidad de elegir con qué quedarse y quién querían ser, sin que influyera la herencia familiar y decidir dónde vivir cuando llegara el momento de ser adulto o del retorno de los padres

El paso del tiempo, afortunadamente para la mayoría, ha demostrado que se puede mantener un sano equilibrio entre vivir integrado en un nuevo país y mantener las raíces propias. Aquella emigración de los años 60 batalló duramente y con mucha dignidad para ser aceptada y valorada, como ahora lo hace aquí la que llega. Entre otras cosas, creó asociaciones de padres y madres que lucharon por los derechos de sus hijos e hijas aquí y allí donde vivían, enfrentándose a cualquier obstáculo. 

Siempre está el desarraigo, el miedo a lo nuevo y al fracaso y las ganas de encontrar otra vida mejor

Todo esto, lo sé, son las generalidades. En la emigración hay interminables variables: la edad a la que se emigra, si es a una ciudad o a un pueblo, el país, si las amistades son nativas o extranjeras…Cada éxodo individual es un mundo en sí mismo. Pero todos tienen en común alejarse de lo propio, de la familia (abuelos, tíos, primos…), de las amistades. Siempre está el desarraigo, el miedo a lo nuevo y al fracaso y las ganas de encontrar otra vida mejor. 

Si esta sociedad nuestra escuchara estas historias de vida, su lucha y sus logros y viera cómo resolvieron obstáculos y avanzaron, ahora podríamos ofrecer a los que llegan a nuestra tierra mejores soluciones, ayudas más prácticas y eficaces, una integración menos traumática y una convivencia más sana y de mejor calidad. La emigración nunca es un capricho, es una pura necesidad. Nadie está deseando vivir en nuestro país, por muy bueno que creamos que sea, pagando el precio de dejar atrás el suyo, con sus sabores, olores, sonidos y amores. Deberíamos haber aprendido que del dolor que produce emigrar se puede aprovechar, como punto positivo, el enriquecimiento que nos aporta  (y no hablo del económico). Hagamos que los niños y niñas de otras nacionalidades se sientan bienvenidos aquí. Formarán parte de nuestro mundo y nuestro futuro. 

 

* Las opiniones de los colaboradores y colaboradoras que se publican en AHORA corresponden únicamente a sus autores y podrían no coincidir con los valores y principios de Cruz Roja, que fomenta la participación, el debate y la libertad de expresión para contribuir a crear una sociedad plural e informada.

Sonia Torre Delgado
Sonia Torre Delgado
Sonia Torre es periodista desde hace más de 30 años. Todo ese tiempo ha narrado y comprendido el mundo y la realidad en la que vivimos a través de las historias de las personas. Su manera de entender el periodismo sólo se concibe manteniendo siempre una mirada especial hacia el mundo de la cultura, de la emigración y, sobre todo, de las mujeres. A lo largo de estas décadas ha sido gerente de La Región Internacional, redactora en el periódico La Región, directora y creadora de dos programas en Telemiño en torno a la cultura y la creatividad, y coordinadora de las actividades paralelas del Festival Internacional de Cine de Ourense. Imagen de Fondo

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