Mariano Sigman: "Sin memoria no hay creatividad" - Ahora
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Mariano Sigman es un referente en el mundo de la neurociencia, una disciplina muy relacionada con la toma de decisiones, la educación e incluso con la comunicación humana. ¿Por qué a veces nos enfadamos más de lo que queremos? ¿Por qué hay recuerdos que no podemos olvidar y otras veces olvidamos lo que queremos recordar? Preguntas como estas son las que intenta resolver el investigador en su libro El poder de las palabras, que nos sirve como trampolín para zambullirnos en los entresijos de nuestra mente e intentar analizar cómo somos por dentro.
En El poder de las palabras, ahondas en cómo de importante es la comunicación, incluso para dirigirnos a nosotros mismos, ¿por qué?
Al final, la persona con la que más tiempo pasamos es con nosotros mismos. Al principio pasas tiempo con tus padres, tu familia, las compañías de colegio, el profesorado, las parejas... Cambia la nube de gente que nos rodea, pero en medio de todo hay una línea constante que no cambia: el tiempo que uno pasa consigo mismo, que es mucho. Somos nuestro propio compañero de viaje. Y, si piensas que vas a hacer un largo viaje contigo mismo... más vale que te lleves bien.
¿Qué rasgos tiene una “buena conversación”? ¿Crees que hemos perdido la capacidad de mantenerla en estos momentos?
La buena conversación tiene que ver con una disposición. Es un intercambio, un espacio de descubrimiento. La conversación es como un mercado en el que observas que alguien tiene café, otro madera; y se cambian esos menesteres, oficios o virtudes. Hay personas que han visto ciertas cosas del mundo, otras que tienen algún conocimiento particular... se juntan y en ese intercambio se resuelven cosas que una persona por sí misma no podría resolver. Me recuerda a la conversación socrática. Los filósofos griegos tenían la idea de que la manera de descubrir aquello que no entendían era juntándose con otra persona. En ese espacio de hacer preguntas y respuestas iban descubriendo parte del proceso.
La buena conversación tiene como eje la curiosidad, el ánimo de descubrir, el apreciar las diferencias. Cuando uno se acerca de esta manera todo tipo de conversaciones se vuelven efectivas. Por ejemplo, cuando se bajan del coche dos personas después de un accidente menor, el cerebro nos invita a pensar en algo que tiene una larga historia evolutiva como es la idea de “nos han declarado la guerra”. Por este motivo nos bajamos del coche en disposición de confrontar e intentar ganar esa batalla. Sin embargo, si cambias esa disposición y tratas de llegar a un acuerdo desde el entendimiento y no desde el enfrentamiento es mucho más probable que eso llegue a un lugar mejor.
Mencionas en el libro que “saber que algo puede realizarse es la última llave necesaria para alcanzarlo”. También que somos capaces de continuar aprendiendo cuando nos hacemos mayores aunque, eso sí, no tengamos la misma motivación que en nuestra infancia. ¿Es una forma de motivarnos para no rendirnos ante nuestros objetivos?
Sí, esta pregunta tiene matices importantes. Uno de ellos es que hay mucha ciencia que muestra que tenemos muchísima más capacidad de transformarnos de la que pensamos. La capacidad del cerebro es plástica y con la edad disminuye menos de lo que pensamos. Lo que cambia es la necesidad por aprender: la motivación.
Los niños son maestros del aprendizaje porque tienen que aprender no solo la materia del colegio, sino a manejar sus emociones, a entender a los demás, a comprender cómo funciona la sociedad… el adulto, en cambio, se cree que sabe cómo funcionan las cosas y nos estancamos en un umbral, en un punto en el que ya no sentimos la necesidad o motivación que nos impulsa a aprender. Por tanto, es cierto que esa convicción de que no podemos cambiar nos lleva a no cambiar, pero también es importante matizar que no basta con querer algo o pensarlo para que suceda.
Mucha gente critica con razón la “autoayuda” por esta idea de que una persona es capaz de hacer cualquier cosa. Esto genera mucha frustración y mucha responsabilidad. Pero no es problema de la “autoayuda”, sino de la “mala autoayuda”. Lo que uno tiene que entender es que tenemos más capacidad de cambiar de lo que uno piensa... eso sí, tampoco tenemos la capacidad de cambiar cualquier cosa. Identificar aquellos rangos en los que es más fácil transformarnos es una manera efectiva de poder salir de un sitio de estancamiento evitando expectativas desmesuradas que nos lleven a abandonar.
¿Cómo se relacionan memoria y creatividad?
Solemos pensar que la memoria es como guardar una lista a la fuerza. Pero, si pensamos en el típico amigo que cuenta historias, seguramente sea una persona creativa porque en cualquier situación encuentra algo que contar. Y esto es porque tiene una buena memoria, no porque se acuerde de muchas cosas, sino porque sabe cómo encontrarlas en el momento adecuado: sabe buscar en su memoria.
La creatividad tiene que ver con elegir cuál es la información que vale la pena guardar (y guardarla de una manera ordenada, es decir, que sea fácil de acceder). Por tanto, la creatividad tiene que ver con un buen orden del espacio en la memoria y ahí se ve una relación directa con que la buena memoria tiene que ver con ser creativos. Sin memoria no hay creatividad. Cuando se habla de algo y una persona no tiene los datos ni lo relevante para responder en ese momento no podemos ser creativos.
No tener nadie con quien hablar puede atrofiar regiones cerebrales que regulan la cognición social. La soledad, a su vez, convoca a la soledad. Eso mencionas en el libro, pero ¿cómo hacemos para combatir esta problemática que afecta tanto a personas mayores como (sorprendentemente) también a jóvenes?
Hay muchas soluciones. La primera, como todo, es reconocerlo: darse cuenta. La segunda sería separar la paja del trigo porque muchas veces estas cosas se confunden. Conocemos muchos casos de soledad en gente que está aparentemente muy acompañada; que tiene grupos numerosos de amigos y amigas, muchos seguidores... a la que todo el mundo felicita. Sin embargo, puede que realmente esa persona no se sienta acompañada. Aun estando rodeado de quinientas personas en una fiesta te puedes sentir profundamente solo o sola.
Por tanto, lo primero es reconocer lo que pasa para, después, tomar medidas y tratar de resolverlo. Por ejemplo, el bullying hoy en día está más reconocido, y podemos entender el espacio de sufrimiento por el que pasa un niño o niña. Pero también está el bullying de la ignorancia: ese niño o niña al que nadie insulta, al que nadie dice nada. No le prestan atención. Nadie reconoce su existencia. En el momento en que uno reconoce que eso puede generar mucho dolor, empezamos a actuar y empezamos a buscar soluciones que emanan de identificar el problema.
Solo hemos podido resolver el tabaquismo cuando hemos entendido que el tabaquismo era un problema; solo hemos podido resolver las agresiones raciales cuando hemos entendido que eran un problema… Hasta ahora ha sido muy ignorado, pero que te dejen solo o sola es una manera tremendamente grande de exponerte a una situación muy tóxica en el devenir de la salud mental.
Uno de los capítulos del libro se centra en el gobierno de las emociones, ¿cómo podemos trabajar en ellas para controlarlas?
Es más fácil trabajar una emoción antes de que haya explotado. El ejemplo más fácil es la ira. Cuando a una persona le da un ataque de ira, esa persona, sin darse cuenta, ha buscado cosas que han disparado ese ataque. Por eso es mucho más fácil apagar la ira antes de que se dispare y no una vez que se haya disparado. Si una persona entiende que está haciendo cosas que no le van bien y que el cerebro le está pidiendo que entre en una batalla donde no le conviene entrar... es más fácil pararlo antes de que el fuego se haya encendido.
Hay otras ideas como la resignificación, que tiene que ver con eso de “amigarnos” con algunas cosas que nos parecen nocivas, pero que no tienen por qué serlo tanto. Uno puede entender que hay emociones que parecen malas como la tristeza, la melancolía, el dolor… y puede darle otra narrativa y no tratar de apagar esa emoción, sino tratar de cambiar su narrativa para volverla más tolerable. Tiene que ver con la compasión, con poder vincularse con el dolor sin querer alejarse para, a partir de ahí, hacer algo que me haga bien en el buen sentido. Y esto lo hacen muy bien organizaciones como Cruz Roja que tienen la posibilidad de vincularse con la tragedia de otra manera; incluso uno puede ser su propia Cruz Roja, donde en momentos que lo estés pasando mal te cuides y te atiendas.
Has trabajado con personas que se dedican a la magia, a la cocina, al ajedrez, a la música, al deporte… ¿Qué puede aportar la neurociencia a estos ámbitos?
He trabajado mucho en el arte. Para mí la ciencia y el arte son como hermanos, porque ambos tienen que ver con ejercitar la curiosidad y con intentar descubrir cosas que nos cuesta descubrir. En un caso lo haces pintando un cuadro para tratar de entender qué produce eso en una persona; a veces lo haces mediante un libro... y la ciencia tiene el mismo origen: entender cosas que no llegamos a comprender. Las dos son profundamente experimentales: se basan en ensayos. La ciencia muchas veces se ve como un cúmulo de verdades, pero no lo es. La ciencia es hacer conjeturas sobre cómo son las cosas, y organizar experimentos que van demoliendo teorías... en realidad es una especie de ensayo permanente que se va reescribiendo y tachando. En ese sentido se parece mucho al arte.
La última similitud entre la ciencia y el arte es que los dos son oficios idiosincráticos de la infancia: los niños y las niñas son todos artistas y científicos. Un niño pinta paredes, o tira cosas de color en el suelo y con esto está explorando; de la misma manera sube y baja interruptores y en esos momentos está tratando de entender una relación causal. Lo que está haciendo un niño o una niña es, por tanto, armar una teoría sobre cómo funciona el mundo al mismo tiempo que prueba.
Los cocineros hacen experimentos que se convierten en platos deliciosos; nosotros hacemos experimentos que luego se publican en artículos; los artistas hacen experimentos que terminan en obras plásticas. Todo esto son cosas que están profundamente relacionadas y que tienen como motor (y por eso son el territorio de la infancia) la curiosidad humana, ese deseo por entender el mundo: cómo es, cómo funciona, qué pasa. De ahí aparece la ciencia, el arte o la literatura.